Bogarín: un paraguayo gigante

Monseñor Bogarín

Bogarín: un paraguayo gigante

Tiempo estimado de lectura: 4 minutos, 6 segundos

En el día que se cumplen 154 años del nacimiento del hombre que deseó la grandeza del Paraguay y la felicidad de sus hijos.

Ochenta y siete años han pasado de aquel 15 de agosto en que en una solemne ceremonia, corta como un amén – según el mismo relatara con su particular sentido del humor– Monseñor Juan Sinforiano Bogarín recibiera la investidura como Primer Arzobispo del Paraguay. Por esto podríamos creer que nos encontramos ante un personaje muy lejano a nosotros, paraguayos del s. XXI. Pero la suya es una historia no de ayer, sino de mañana: una nueva forma de buscar el bien de la Patria, alimentada por el conocimiento y profundo afecto a sus hijos.

Un paraguayo fuera de serie que llegó a conocer a nuestro pueblo más que cualquier político de su tiempo luego de haber recorrido el territorio nacional, en memorables giras pastorales, a lo largo de casi 50.000 km. Un hombre al que necesitamos conocer para entender un período velado para muchos, de la historia paraguaya, que comprende los años posteriores a la Guerra de 1870 y la primera mitad del siglo XX.

Experimentó en propia carne las consecuencias de la guerra. Su padre, Juan José Bogarín muere defendiendo Humaitá y un año antes del fin del conflicto, residentando en Yhacâ-guazû, fallecen su madre: Mónica de la Cruz González, una tía y su hermana menor: María de las Nieves, víctimas de una epidemia de cólera que azotó a todo el país. Con apenas 6 años, se traslada con dos hermanos y una tía a Arecayá, cerca de Limpio, en donde transcurren los años de infancia y adolescencia en una digna pobreza, trabajando la tierra y aprendiendo lo básico de la gramática castellana, la doctrina católica y las operaciones aritméticas. Fueron años en los que se acrecentó su amor al campo y que le permitieron luego hablar a los campesinos con una conciencia plena y viva de sus necesidades, cuando su labor ya no era la de abrir surcos en la tierra y plantar semillas, sino que desde los púlpitos, atrios y plazas se convirtió en un labrador de almas [Justo Pastor Benítez – Mancebos de la tierra]

Cuando en abril de 1880 se abren las puertas del Seminario Conciliar de Asunción, ingresa en el primer grupo de alumnos un joven, natural de Mbuyapey, de 16 años de edad, de nombre Juan Sinforiano Bogarín. Cinco años y unos meses después, el 24 de febrero de 1886, es ordenado sacerdote por el Obispo Pedro Aponte, en la Catedral de Asunción. Llamado a la tarea sacerdotal al igual que algunos de sus antepasados, cuyos nombres estarán fuertemente ligados a la historia de la Iglesia y del Paraguay: Roque González de Santa Cruz (primer santo paraguayo); Amancio González (fundador de pueblos) y Francisco Xavier Bogarín (prócer de la Independencia Nacional).

Se desempeñó como párroco de la Catedral durante ocho años, durante los cuales recorrió las calles de la ciudad de pura arena, como dejó constancia, para confesar y dar los sacramentos a los enfermos. Hasta que el día de la primavera de 1894, el Papa León XIII lo designa como el Obispo de la diócesis de Asunción. Tenía tan solo 31 años.

En la fiesta de San Blas de 1895, el día 3 de febrero, es consagrado Obispo y dirige a los fieles de su diócesis su primera Carta Pastoral, de las más de 60 que les dedicaría a lo largo de sus 54 años de tarea episcopal, abordando temas de doctrina cristiana, problemas económicos y políticos, temas morales, culturales, etc. Acompañó al clero y al pueblo paraguayo en períodos que iban de la anarquía a la dictadura, en medio de revueltas partidarias, el conflicto internacional por el Chaco y la sangrienta revolución de 1947.

Hay tanta riqueza en la vida y obra de Monseñor Bogarín, que se hace imposible resumirla en pocas líneas. Pero un aspecto que no se puede dejar de remarcar es el del encuentro personal como método de evangelización. Llegó hasta el último pueblo, durmiendo en los caminos o en las hamacas de angostos e incómodos ranchos, devolviendo la dignidad a un paraguayo derrotado y sumido en la pobreza. Fue voz de esperanza para los empleados de los obrajes y las estancias repartidas a lo largo del país. El señor Obispo se trasladaba a caballo para dar los sacramentos y enseñar la catequesis, llegando al alma popular en un perfecto guaraní, con palabras claras, numerosos ejemplos y un gran sentido del humor. Su apasionamiento y valentía en defensa de la fe, la familia y la unidad nacional se expresaron también, hasta el final de sus días, en su contacto con presidentes, embajadores, políticos y dirigentes de las organizaciones civiles.

El joven Obispo escogió como parte de su escudo episcopal la frase: Pro Aris et focis, por el altar y por la patria, casi una profecía de la tarea que desarrollaría durante más de medio siglo.

Publicado por

Nora Gauto Fernández

Agregar un comentario