La vida es un camino que el ser humano recorre desde que nace hasta que muere. Se trata de un caminar y seguir siempre adelante, a pesar de todo, hacia la plenitud de la vida que se encuentra únicamente en Cristo Jesús. Sin embargo, continuamente, haciendo mal uso o abuso de su libertad, el ser humano se desvía del camino, de lo esencial de la vida, y se detiene en realidades superficiales de sí mismo, del mundo, de la historia e, incluso, de Dios.
En medio de esta realidad existencial de la persona, la cuaresma es una oportunidad que la Iglesia ofrece a todos los seres humanos para salir de lo ordinario, lo frívolo y lo rutinario, es decir, de aquellos sentimientos y comportamientos bajos que habitualmente tenemos, de aquella forma de ser y de vivir ligera, veleidosa e insustancial que continuamente manifestamos en este mundo, y de aquellos hábitos desordenados que nos impulsan a obrar de manera espontánea e inconsciente contra la dignidad humana, incluyendo la nuestra, y contra el proyecto salvífico de Dios.
La cuaresma se nos ofrece como un tiempo para analizar nuestra vida; reflexionar sobre nuestras actitudes; reconocernos tal como somos a fin de andar en la verdad que nos hace libres; descubrir la necesidad de abandonar una vida precaria y hasta carente del verdadero y profundo sentido de vida humana y cristiana; determinarnos a elevar nuestro espíritu a su nivel originario; comprometernos con decisión firme a salir de todo aquello que nos aniquila como seres humanos, a fin de abrirnos a Dios, el origen de nuestro ser; y ‘volvernos convertidos’ a Él y transformados para gozar la plenitud que amorosamente quiere darnos a nosotros sus hijos.
Este ‘volver convertidos’ a la realidad humana y a la comunión con Dios, en continua relación amorosa con él, es la finalidad y el propósito, el desafío y la tarea de la cuaresma. Se trata de un ‘arriesgarse’ a vivir nuestra existencia desde la plenitud que Dios nos ofrece, por pura bondad, y que nosotros continuamente anhelamos desde lo más hondo de nuestro ser, aunque no siempre vivimos, en la práctica de cada día, en sintonía o coherencia con nuestro deseo más hondo. Por eso, muchas veces no correspondemos al don de Dios, que nos mueve a la integración personal y existencial.
Para realizar estos objetivos, que posibilitan recuperar la dignidad primera de ser imagen y semejanza de Dios, alcanzar la calidad humana y vivir como hijos de Dios la vida en abundancia que Cristo nos ofrece, es preciso optar por la realización de algunos actos concretos o pasos específicos del proceso espiritual-integral, para corresponder a la gracia que actúa a través de las prácticas cuaresmales en la Iglesia.
Detenernos para vivir en lo esencial durante cuarenta días
Vivimos en un mundo de mucho movimiento, a veces incluso vertiginoso, que nos lleva a dedicarnos a tantas realidades y actividades superfluas; a olvidarnos y descuidarnos de lo esencial de nuestra existencia humana: aquello que nos hace bien y que aporta a nuestra realización en este mundo. La cuaresma es una oportunidad para detenernos y vivir en lo esencial de la reconciliación-comunión con Dios. He aquí una condición indispensable para entrar en el espíritu de la cuaresma cristiana, puesto que vivimos en un mundo y en una cultura que nos llevan a la deriva, al compás de su ritmo fulminantemente acelerado, hasta tal punto de que, en esa corrida, ya no podemos ver dónde ni qué pisamos, ni situarnos – con equilibrio emocional y espiritual, con estabilidad sentimental y racional, con armonía interior y sensatez en los actos y juicios –, en las diferentes circunstancias que nos toca afrontar o vivir en el día a día.
Es necesario pararse a considerar la propia vida, bajar la aceleración con la que generalmente actuamos, o hacemos las cosas o queremos lograr los objetivos; porque la velocidad extrema con la que generalmente nos movemos, nos lleva a una ansiedad e impaciencia que nos empujan a querer todo de modo inmediato, a exaltarnos cuando no conseguimos lo que nos gusta, y a maltratar al otro porque no se comporta como nuestra voluntad apetece.
Detenernos, a lo largo de estos cuarentas días, para no pasar de largo tantas realidades profundas o detalles que resultan ser partes muy importantes de la vida, de nosotros mismos, de nuestra relación con Dios y con los demás, como solemos hacer normalmente. Para detenerse un momento a considerar nuestra vida, para concedernos el tiempo oportuno y darnos cuenta de nuestra propia realidad existencial, para entrar en el dinamismo del proceso que encierra la conversión integral, desde la verdad y la profundidad, es preciso frenar esa prisa interior que nos mantiene en continuo movimiento, que continuamente nos agota, nos estresa, nos desanima, nos deprime o nos exalta, nos vuelve agresivos y que, así, nos destruye.
Detenerse es una necesidad existencial en esta época de extrema aceleración e instantaneidad, de apuro interior, de agitación desorientadora y desasosiego angustiante, para contener las pasiones desordenadas, para descansarse de tantos activismos deshumanizantes, para desapegar el corazón de tantas realidades insignificantes, para fijarse en lo primordial de la dignidad humana y de la vida cristiana, para centrarse en lo fundamental de la existencia y encaminarse hacia la verdadera realización humana que sólo se encuentra verdaderamente cuando se llega a la altura del Hombre Nuevo: Cristo Jesús. Por eso, es necesario aprovechar bien estos cuarentas días para salir de nuestra mediocridad humana, para renunciar a una forma de ser y de vivir anti-cristiana, lastimosamente dentro de la misma Iglesia, que tanto necesita de nuestra conversión permanente y de nuestro testimonio.
Detenerse para escuchar la voz de Dios que siempre nos llama a la conversión, para recapacitarnos y reconocer que lejos de la casa del Padre no hay vida, sino hambre de sentido y de entusiasmo, hambre de paz y estabilidad, hambre de amor y felicidad; detenerse para abrirnos al misterio revelado en Jesucristo en la plenitud de los tiempos, para descubrir la voluntad divina que no quiere nuestra muerte, sino que anhela amorosamente que volvamos al único Él, que es el único Dios verdadero, vivamos en comunión con Él y alcancemos la vida en abundancia en este mundo.
Es urgente que nos detengamos deseando y dejando que Dios cambie nuestro corazón empedernido y empecatado, para abandonar muchos comportamientos oscuros y confusos que no condicen con lo humano ni con el Evangelio proclamado por Jesucristo, para dejarse sanar por el enviado de Dios de tantas heridas sicológicas y de tantas parálisis espirituales y morales que nos llevan a vivir en permanente estado de modorras y enajenamientos de lo esencial en nuestra vida cristiana, sin el compromiso con las bienaventuranzas que exige el seguimiento de Jesús. Detenernos para convertirnos y centrarnos en el evangelio que es Cristo, es el primer desafío de nuestra vida humana y cristiana para este tiempo de cuaresma.
Solo deteniéndonos abriremos espacio para Dios en nuestro corazón, y viviremos la cuaresma tal como nos pide la Iglesia por medio de la liturgia de la palabra que ella nos propone en este tiempo oportuno de salvación, es decir, tanto del propio conocimiento a la luz de voluntad divina y de su realización en medio de las diversas realidades cotidianas como del conocimiento experiencial del Padre y de su enviado Jesucristo por la fuerza del Espíritu Santo, en la vida de cada día.
Conocerse desde lo profundo
El conocimiento propio es la tarea primordial de todo ser humano y es un ejercicio permanente que cada persona ha de realizar a lo largo de su propia historia en este mundo; es el punto de partida, la base de todas las buenas relaciones humanas, de todas las oraciones cristianas, de todos los serios proyectos humanos. Sin embargo, hemos de reconocer que, muchas veces, nos ocupamos más de conocer las realidades que nos envuelven o a las otras personas con las que continuamente nos encontramos, y, de esa manera, nos olvidamos de nosotros mismos. Y de poco nos servirán todos los conocimientos que tengamos, si ignoramos nuestra propia, profunda y misteriosa realidad personal.
De ahí que el conocimiento propio es el punto de partida para asumir la propia realidad humana con firmeza y mantenerse con estabilidad en las diferentes situaciones de la vida, sobretodo en las adversas. Al mismo tiempo, es el punto de arribo, el puerto dichoso de la madurez humana y de las exigencias cristianas. Es la puerta para abrirse al misterio más profundo de nuestro ser y estar a la altura del Hombre perfecto, Jesucristo, puesto que Dios es la medida del conocimiento humano, ya que, como expresa muy bien Santa Teresa de Jesús, jamás nos acabamos de conocer si no procuramos de conocer a Dios; mirando su grandeza, acudamos a nuestra bajeza; y mirando su limpieza, veremos nuestra suciedad; considerando su humildad, veremos cuán lejos estamos de ser humildes (1M 2, 9).
Conocernos exige que analicemos con moderación y santo realismo nuestras actitudes negativas y positivas, nuestras debilidades y fortalezas, para asumirlas y trabajarlas. Es aceptar con tranquilidad y sin victimismo los errores, los fracasos, las sombras, las frustraciones, los pecados, las esclavitudes morales y espirituales en las que generalmente se hallan las personas alejadas de Dios. A la vez, es un camino de reconocimiento y liberación de todos los vicios, actitudes a las que continuamente nos aferramos; así nos esclavizamos y caemos en obsesiones y manías que nos hacen permanecer en una vida con máscaras, en el aburrimiento, en la tristeza, en la cobardía, en la agonía, en el vacío, en la despersonalización y deshumanización, en fin, en una vida sin vida y sin sentido, que es lo más triste que puede experimentar el ser humano.
Conocernos es, asimismo, alegrarnos con prudencia y agradecer a Dios por los aciertos, los logros, las luces y las esperanzas, por los grandes valores que anhelamos vivir siempre en nuestra existencia cotidiana, por los gestos pequeños y escondidos, los detalles que, muchas veces, nos asombran, nos alegran, y, otras tantas, se escapan de nosotros. Conocernos es aceptar con humildad las grandes capacidades personales, cualidades espirituales y talentos intelectuales con los que Dios ha llenado y adornado nuestro ser y nuestra vida en este mundo.
Conocernos conlleva asumir desde la fe sin preocupación estéril e inútil, sino con paciencia y confianza, tanto la fragilidad y la limitación como la fortaleza y la grandeza de uno mismo. Esta actitud realista, que acarrea consigo el auto-conocimiento, permite al ser humano actuar con equilibrio y mantenerse en el auto-dominio, es decir, ser dueño de sí mismo en todos los momentos y circunstancias. Para llegar a este conocimiento propio y a este equilibrio que trae consigo la integración personal, es preciso ejercitase en los cultivos del arte que encierra la profundidad existencial-espiritual y realizar las condiciones que conlleva todo auto-conocimiento en la verdad, tales como:
- Entrar en la dinámica de la oración contemplativa, en el silencio profundo para escuchar la voz del misterio que re-vela la verdad más profunda de la vida, de la persona, de la vocación humana, de las realidades sociales e históricas que suceden y nos circundan, para vivir todos los acontecimientos desde Aquel que con inmenso amor nos ama siempre primero y que todo lo puede. Esta entrada en el silencio es para escuchar a Dios, que nos habla de manera definitiva en su único Hijo Jesucristo, porque, como expresa San Juan de la Cruz, una palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y ésta habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma (Av. 2, 21). Una condición indispensable para escucharnos a nosotros mismos, a Dios y a los demás consiste en silenciarnos en todas las dimensiones de nuestra vida. No se trata sólo de acallar las palabras, sino también los ruidos mentales y emocionales, los recuerdos y las imaginaciones. El silencio es necesario para el ejercicio de la oración tal como nos presenta Jesús y nos propone la Iglesia para el tiempo de cuaresma (Mt. 6, 6, 5-8).
- Buscar el momento oportuno para encontrarse y tratar de amistad ‘a solas con Él solo’, para dedicarle y dedicarnos nuestro tiempo, para penetrar más adentro en la espesura del misterio divino y poner los ojos en el Amado que nos mira con amor, para aprender de Él a mirarnos misericordiosamente, con un corazón manso y humilde como el suyo. Solo desde la soledad con Dios es posible aprender de Él, conocerlo verdaderamente, porque solo en soledad de todas las formas, interiormente, con sosiego sabroso (el alma) se comunica con Dios, porque su conocimiento es en silencio divino (Av. 1, 28).
- Mantener una atención amorosa a lo interior de uno mismo: Es mirar y cuidar el movimiento de la propia interioridad. Es velar por lo que surge en las entrañas del propio corazón y de la propia mente. Estar atento a uno mismo para darse cuenta de qué imaginación, qué emoción, qué sentimiento, qué pensamiento surgen dentro, en este momento y en este lugar. Conocerlos y aceptarlos así como vienen desde el centro humano, desde lo profundo, desde la interioridad. Atender a lo interior es para ver la intensidad y buscar la forma de contener y comprender, dominar y orientar todos los movimientos y las realidades internas. Esto exige la superación de la dispersión para llegar al máximo grado de concentración hacia lo más profundo de uno mismo, hasta llegar al más entrañable auto-conocimiento, capaz de conquistar el más estable auto-dominio y la más íntegra unidad interior, para gozar de la paz divina y de la comunión festiva con Él en la propia interioridad.
Reorientarse en la vida humana
Los cuarentas días que la Iglesia nos ofrece como preparación para la celebración de la Pascua son para ir dando los pasos por el nuevo camino del hombre. Exige el reconocimiento de que estamos descarriados, perdidos en el propio egocentrismo narcisista, a la deriva en la desorientación existencial, confundidos en la comprensión de la realidad humana y divina, personalmente desestructurados y desintegrados, dispersos de lo esencial en el proceso espiritual. Este humilde reconocimiento de la propia situación existencial puede disparar en nuestra vida el proceso de la transformación humano-espiritual que quieren posibilitarnos las prácticas cuaresmales.
Entrar en este proceso de desandar el camino, de reestructurar la propia forma de ser y de vivir, de renovación espiritual-integral, exige la confesión de los pecados y la necesidad de volver al camino del Señor, al cumplimiento de la voluntad divina, a las prácticas diarias de la Palabra de Dios, que, en el origen de este tiempo cuaresmal, nos invita con insistencia: conviértanse y crean en el Evangelio (Mc. 1, 15).
El camino de la conversión es un proceso de la reorientación existencial. Reorientarse en la vida comienza con la disposición de ordenarse hacia la verdad del evangelio para volver al Dios encarnado en la historia humana y se realiza en la firme decisión o en la determinada determinación por los valores del Reino. Es renovar y realizar, de algún modo, en la propia vida la experiencia del llamado hijo pródigo, quien, analizando su situación existencial y recapacitando sobre su equivocación y pecado, decidió volver al abrazo con el Padre (Lc. 15, 17-18); o de los discípulos de Emaús, quienes habían huido con decepción y cobardía, sin fe y sin esperanza de la comunidad eclesial. Pero después de encontrarse en el camino con el Señor, de dialogar dejándose enseñar por Él y de descubrirlo en el gesto del amor partido, volvieron con alegría y entusiasmo a testimoniar la experiencia del encuentro con el Maestro en la comunidad de la fe (Lc. 24, 13-25).
Reorientarse en la vida para favorecer la transformación espiritual y el crecimiento integral supone abandonar el camino del pecado y de la muerte que nos aniquilan y nos destruyen, de la soberbia que nos lleva a vivir en permanente auto-engaño de creernos más de lo que somos y, por ende, aparecer lo que no somos. Asimismo, conlleva superar la avaricia y la envidia que nos descentran y renunciar a la lujuria que nos roba la auténtica alegría de vivir.
Reorientarse en la vida es abandonar los vicios de la mentira que nos lleva a la malsana inquietud y continua preocupación; del individualismo caracterizado por el egoísmo, el egocentrismo y el egolatrismo, que son actitudes des-personalizantes y destructivas de lo verdaderamente humano; de la arrogancia que nos lleva a comportarnos con altanería infravalorando continuamente a los otros; de la violencia que nos pone en permanente agresividad de palabras, obras y gestos con los demás.
Reorientarse en la vida es decidir por renovarse, por nacer de lo alto, e iniciar o comenzar de nuevo el proceso espiritual, para vivir la Palabra de Dios y cumplir su voluntad en la vida de cada día, tal como exige la vida cristiana según las enseñanzas de la Iglesia, que precisamente nos orienta a vivir la comunión con Dios, desde lo profundo de Él y en docilidad a Él.
Renovarse en el espíritu cristiano
La renovación espiritual, como sinónimo de cambio personal-teologal, desde la perspectiva tanto de San Pablo como de San Juan de la Cruz, aparece como una peregrinación siempre hacia adelante, una tensión permanente entre la vida terrena que nos ata al pasado, es decir, a las realidades terrenas que nos esclavizan, y el futuro-vida divina que nos espera. Esta tensión existencial, espiritual, conlleva una permanente lucha entre las obras según la carne y las obras según el Espíritu (Rm. 8, 1-13), entre los deseos de la carne y los frutos del Espíritu (Gál. 5, 16-26).
Para renovarse, cambiar el estilo de vida y llegar a la transformación humano espiritual, es preciso despojarse del hombre viejo, caracterizado por San Pablo como el ser humano dominado por sus pasiones desordenadas que paulatinamente lo van destruyendo (Ef. 4, 22), para alejarse de las actitudes concretas que marcan la vida del hombre viejo y estrenarse en el espíritu cristiano, renovándose en el espíritu desde dentro y para revestirse del hombre nuevo, el hombre según Dios, creado en la justicia y santidad (Ef. 4, 23-24).
De toda la exhortación de San Pablo, se colige que la renovación cristiana es una transformación humano-espiritual total en la forma de ser y de vivir, que requiere de nuestra parte un ejercicio continuo para responder a la gracia de la conversión. Se trata de remar contracorriente, de un no adaptarse a este mundo y una transformación de la mentalidad (μετάνοια – metanoia = Rm 12, 2), porque la innovación como el crecimiento humano requieren una actitud nueva. Se trata, por tanto, de una vida nueva a ejemplo de Cristo, el Hijo de Dios, encarnado para la salvación del mundo y de la humanidad, y a imitación de Dios Padre, que tanto nos ha amado en Cristo Jesús, a quien ha enviado no para condenarnos, sino para salvarnos. Esta es una renovación integral, es decir, de toda la persona, pero que puede verse en diferentes dimensiones de renovación en cada persona, como por ejemplo:
- Renovarse en la forma de pensar: Para cambiar el modo de pensar, hay que reconocer que el ser humano, en la actualidad, se forma frecuentemente una manera de pensar ligera, que no le permite vivir en paz consigo mismo, ni con los demás, ni con su Dios. Por eso, esta forma de pensamiento débil, versátil y voluble necesita una profunda renovación, es decir, una transformación radical que permita al ser humano pensar de otro modo más profundo y más abierto a la realidad del ser humano y del ser divino, para no relativizar ni reducir la misma realidad de Dios y la del hombre. En la forma del pensar actual se concentra un vago eclecticismo. Pero no es un problema el hecho de que sea un pensamiento ecléctico, sino la superficialidad, frivolidad y la barata ideología con que trata de acercarse a las realidades de la vida, del ser humano, del mundo, del misterio, etc. Entre las muchas formas del pensar que existen y condicionan al ser humano,y le imposibilitan el desarrollo pleno e integral de su capacidad abierta al misterio divino, encontramos los pensamientos deterministas y fatalistas, negativos en tanto demoledores de lo humano, individualistas en sus más diversos aspectos. Son formas de pensar que necesitan ser cambiadas, para que la persona entre en un dinámico proceso de transformación y viva su existencia en plenitud creciente, desde una integración personal cada vez más humanizante.
- Determinismo-fatalismo: Si bien el determinismo y el fatalismo constituyen dos orientaciones o doctrinas filosófico-científicas, opuestas entre sí, salen desde las diferentes y distintas trazas y estructuras y conformaciones culturales que marcan y caracterizan una forma de pensar y actuar concretos. Y ambos poseen en común el hecho de no pertenecer, en lo fáctico, a un proceso de razonamiento lógico, libre y voluntario, en el ser humano. Sin embargo, ambos están condicionados por un pre-juicio, o por un proceso mental pre-lógico o mítico. En cuanto pre-juicio, el determinismo y el fatalismo componen una obstinada y fanática suposición acerca de los acontecimientos o realidades de la vida. Esta mera suposición desvirtúa la realidad y no posibilita un conocimiento profundo de la misma. Según la mentalidad determinista, sucede una historia y acaecen unos acontecimientos en el mundo y en la vida, causados por unos condicionantes inevitables, por una ley predeterminada anterior e inmediatamente, pero que no da cabida al uso y al desarrollo de la libertad humana en tanto que el ser humano no puede transformarse ni modificar su realidad. La forma de pensar movida por el determinismo reduce al ser humano en su capacidad de ser actor y escritor de su propia historia, puesto que, según su consideración, todo lo que sucede en su vida es motivado por algo o alguien que condiciona determinantemente su propio actuar. No lejos de esta mentalidad determinista se encuentra el fatalismo, el cual afirma que todos los acontecimientos ocurren de modo incierto e indeterminado, fortuito o accidental, porque simplemente no hay remedio: nada ni nadie de los seres humanos puede hacerles frentes, porque son regidos por una fuerza que actúa como desgracia inexorable. Se trata, pues, de un poder azaroso y casual, que no está ni controlado ni influido por la voluntad de los individuos. Es decir, todo ocurre por fuerza del azar o eventual casualidad, impredecible e indomable, porque debe ser, sí o sí, de esa manera y nadie puede evitarlos. El fatalismo es una forma de pensar que determina al ser humano, sea éste consciente de ello o no, y, siempre, le limita a manifestarse y obrar desde la libertad y la responsabilidad [asimismo, concomitante al determinismo y fatalismo, pero en oposición especialmente a éste, aparece el causalismo o pre-destinacionismo (único o doble), donde el eterno destino en cuanto fin de una persona viene preestablecido por la inmutable voluntad o ley de Dios]. Basadas en estas formas de pensar, surgen, por lo general, afirmaciones que marcan y expresan actitudes concretas de la persona, tales como: yo ya soy así, ya no puedo cambiar, ya no hay remedio, esto pasó porque iba a pasar o si va a pasar, va a pasar, nadie puede evitarlo, es imposible luchar contra ello, etc. Tanto el determinismo como el fatalismo no le posibilitan al ser humano vivir su fe cristiana con anchura y plenitud, y en continuo crecimiento, porque ellos se oponen esencial y directamente tanto a la providencia divina, que constituye una realidad básica de la revelación divina, puesto que, en la historia de esa manifestación de Dios, él se da a conocer como un ser providente, como a la libertad humana que no solo es condicionada, sino determinada en ambos casos.
- Negativismo: Así como el determinismo y el fatalismo reducen la cualidad humana y privan al ser humano de la posibilidad de escribir una fascinante historia personal, el negativismo, en cuanto forma de pensar, frena y destruye la iniciativa humana, disminuye la creatividad como capacidad de sobreponerse a lo negativo, manifiesta la baja autoestima o heridas interiores no sanadas, y condiciona el lenguaje en tanto que la mentalidad negativa se expresa en lenguajes negativos, sean éstos verbales o no verbales. La mentalidad negativa se fundamenta en una percepción dañina de un mundo de vida, tanto que solo posibilita el descubrimiento de las sombras que ocultan las luces. También es productora de un modo-humano negativo, y hasta pesimista, de ser y de vivir en el mundo, de relacionarse con Dios, con los demás, con uno mismo, con el mundo y con la vida. A su vez, ella es el resultado de dicha percepción y relación del ser humano con la múltiple forma de la realidad. Esa forma de pensar es generadora de la cobardía con expresa característica de prejuicio que falsifica la comprensión de la realidad, de baja autoestima que condiciona negativamente la relación interpersonal y circunstancial; y lleva a la persona a huir de la realidad que debe afrontar o realizar. Como resultado, la mentalidad negativa despierta en el ser humano una fuerte creencia en la imposibilidad de todo. Esa creencia generalmente se constituye en un prejuicio negativo que imposibilita el crecimiento humano; en una actitud negativa, una forma de ser que se manifiesta, concretamente, con el lenguaje humano, como: para qué luchar, si esto no va a cambiar; para qué voy a estudiar, si después no voy a conseguir trabajo; yo nunca podré…, nada se puede hacer, sin ni siquiera intentar algo, es imposible…, etc. Además, la característica de la persona que piensa negativamente es la continua y tenebrosa lamentación de todo lo que acontece. Nada de lo que ocurre le parece que está bien. Su visión es sombría y pesimista como su alma y su futuro. En su percepción de la vida no hay posibilidad de triunfo ni motivación para el esfuerzo. Así, la persona vive sin ánimo cada momento, sumida en profunda tristeza y en amargo vacío, extendiéndose como una anodina víbora que existe culebreando entre el aburrimiento y el sinsentido de la vida. Este negativismo que abunda en la actitud del hombre actual, no permite a la persona entrar en un proceso de crecimiento humano ni desarrollar en plenitud sus talentos y cualidades, porque se trata, en el fondo, de un pesimismo destructor de la dignidad humana. El ser humano pesimista es un obsesivo por la desgracia y los problemas, por las sombras y la muerte, pues lleva dentro la semilla del mal, con abierta posibilidad de desembocar incluso en la depresión y el suicidio, que se oponen radicalmente a la fe y la esperanza del ser cristiano. De ahí la necesidad de cambiar esta forma de pensar en este tiempo cuaresmal, a fin de vivir más nuestra existencia cristiana desde la dimensión teologal: la confianza en Dios que nos fortalece para hacer grandes cosas; el abandono en su mano poderosa que nos pacifica y nos anima; la aceptación de la voluntad divina que acrecienta nuestra paciencia de esperar que Dios actúe en el momento oportuno; la apertura a un crecimiento humano en la comunión con el prójimo; la imitación de Dios que nos mentaliza y nos estructura en los valores humanos y evangélicos; la conformación con Jesucristo que pasó por este mundo haciendo el bien, con actitudes concretas de amor, humanizantes y divinizantes, etc.
- Renovarse en la forma de sentir: Para cambiar el modo de sentir, es preciso reconocer que, desde muchos aspectos, el sentimiento humano también está dañado. Hoy día abundan en las personas los sentimientos de inferioridad, de superioridad, de susceptibilidad, de irritabilidad, de odios, que no les permiten vivir con paz y alegría, con realismo y con equilibrio la existencia en este mundo. Los sentimientos heridos generalmente viven en el interior de la persona como duendes desconocidos, como fantasmas perturbadores, como monstruos crueles y perversos, como saboteadores de la realidad humana. Consciente o, más de las veces, inconscientemente, condicionan la actitud del ser humano en su relacionamiento consigo mismo, con los demás y con Dios.Los sentimientos heridos, en sus múltiples formas: sentimentalismo como inmadurez afectiva, la sensiblería como efecto de la herida sentimental-pasional, la obsesión-dependencia afectiva o el desgarro emocional agresivo que se expresa como resentimiento doloroso en sus diferentes facetas: bronca, rabia, enojo, ira, rencor, odio, indiferencia, no permiten a la persona ser y vivir desde lo más profundo de sí mismo, de su identidad creatural, ni a buscar el bien para el cual fue creada: el bien de la íntegra y verdadera comunión amorosa y santa con Dios, con los demás y consigo mismo. De ahí la necesidad de cambiar la forma de sentir: aprender de Jesús a ser manso y humilde como Él, para obrar y servir a la humanidad y a la Iglesia con un sentimiento transformado, renovado por el espíritu del amor y de la gracia que nos ha concedido Jesucristo, cuando pasó por el mundo haciendo el bien, y con el cual estamos llamados a configurarnos, es decir, a propagar y manifestar los mismos sentimientos de Jesucristo en nuestro vivir cotidiano. Se trata de reflejar en nuestro comportamiento habitual los sentimientos de bondad, de paz, de amor, de compasión, de ternura, de misericordia, con los que Jesucristo se ha acercado benevolentemente a los seres humanos. Solo si cambiamos nuestra manera de sentir, si nos transformamos espiritualmente, podremos renovar también nuestra forma de amar y cumplir, así, el mandamiento principal de Jesús: ámense los unos a los otros como yo los he amado, es decir, hasta dar la vida por los demás en lo pequeño de cada día, que exige poner por obras las características del amor descritas por San Pablo en 1 Cor. 13, 1-13.
- Renovarse en la forma de hablar: Cuando Dios transforma interiormente, renueva nuestra manera de pensar y de sentir, también cambia nuestra manera de hablar y de tratar a la gente. Es signo de que necesitamos una transformación humano-espiritual cuando nuestras palabras profieren quejas, murmuraciones, groserías, violencias, malicias, etc. Hemos de reconocer que, normal y asiduamente, tenemos estas maneras negativas, groseras y violentas de hablar. En algunos casos, constituyen una forma de vivir contestataria ante la realidad que no se puede cambiar o que supera a las personas. En otros, expresa una debilidad humana, un vicio destructor, o un mecanismo de defensa. Transformar nuestra forma de hablar consiste en renunciar a estos modos de lenguajes verbales habitualmente negativos y suplantarlos por otras maneras de hablar que sean positivas y proactivas.
- Quejas: Hay personas que se quejan de todo y, de esa manera, expresan el disgusto y descontento que llevan dentro contra una realidad, hechos o personas. La queja es una actitud de protesta, de frustración o de rebeldía. Es un reclamo que expresa una inconformidad, insatisfacción y resentimiento contra algo o alguien. La queja puede también expresar la irresponsabilidad ante la circunstancia en la que se vive, como, por ejemplo, en el mismo paraíso (Gn. 3, 12-13). Nos referimos a las quejas excesivas. Hay personas que tienen la costumbre de vivir quejándose hasta de sus quejas. Esa actitud representa una visión negativa de la realidad, de la vida, de la historia. Es una actitud tóxica que roba la paz interior, disminuye la claridad del pensamiento y la bondad del corazón e, incluso, puede disparar un sentimiento de impotencia, de victimismo o de rebelión agresiva. Quejarse es una actitud muy propia del hombre descontento y muy antigua tal como puede verse en la biblia.La queja fue la respuesta del pueblo de Dios a su experiencia en el desierto: El pueblo profería quejas amargas a los oídos de Yahveh (Núm. 11, 1; Cfr. Ex. 16, 1-3). Toda queja es una expresión amarga y amargante. Quizás por eso, san Pablo expresa: Tampoco debemos quejarnos como algunos de ellos lo hicieron. Por eso el ángel de la muerte los mató. Todo eso le sucedió a nuestro pueblo para darnos una lección (1Cor 10:10-11). Aprender la lección es aprender a no quejarse ni a murmurar. Es lo que dice san Pablo: Háganlo todo sin quejas ni discusiones, para que sean irreprochables e inocentes, hijos de Dios sin tacha en medio de una generación tortuosa y perversa, en medio de la cual están brillando como antorchas en el mundo (Flp. 2, 14-15).
- Murmuración: Esta actitud negativa consiste en hablar a espalda de alguien, generalmente de manera falsa, despectiva, jocosa, chismosa y, por ende, se vuelve destructiva. Si la queja expresa un resentimiento, la murmuración ya puede surgir de una malicia del corazón o de intención y puede pasar de una simple habladuría y chisme a una difamación y calumnia, que destruye la buena fama de las personas. La murmuración, que comúnmente practicamos en nuestra convivencia cotidiana, conlleva, implícitamente, la exageración y la falsificación de la realidad, y, por ello mismo, es destructora de una relación interpersonal sana, aunque las personas que comparten el gusto y el vicio de la murmuración crean lazos de comunicación social. Pero estos lazos generalmente resultan superficiales, dúctiles, frágiles, hasta hipócritas. La murmuración es una actitud negativa muy antigua en el ser humano. Leamos algunas citas de la biblia que nos ayuden a reflexionar sobre el tema: En el desierto todos los israelitas murmuraron contra Moisés y Aarón (Nm. 14, 2). Sueltas tu lengua para el mal, tu boca urde el engaño. Te sientas y hablas contra tu hermano; calumnias al hijo de tu propia madre (Sal. 50, 19-20). El hombre perverso provoca contiendas, y el chismoso separa a los mejores amigos (Prov. 16, 28). De las discusiones y contiendas de palabras, nacen envidias, pleitos, blasfemias, malas sospechas (1Tim 6, 4). Hermanos, no hablen mal los unos de los otros. El que habla mal de un hermano o juzga a su hermano, habla mal de la ley y juzga a la ley; pero si tú juzgas a la ley, no eres cumplidor de la ley, sino juez. Uno es el legislador y juez… tú, ¿quién eres para juzgar al prójimo? (St. 4, 11-12). Hay hombres cuyas palabras son como golpes de espada; pero la lengua de los sabios es medicina (Prov. 12, 18). Desechando la mentira, hablen con verdad cada cual con su prójimo, pues somos miembros los unos de los otros… No salga de la boca de ustedes palabra dañosa y des-edificante, sino la que sea conveniente para edificar según la necesidad y hacer el bien a los que os escuchen… (Ef. 4, 25. 29).
- Groserías: Una de las formas habituales que caracterizan nuestro hablar, conversar y compartir con los demás consiste en el uso de las groserías. Las tenemos tan adentradas en nuestro lenguaje que, muchas veces, no las tenemos presente y ni siquiera nos damos cuenta de que en nuestras conversaciones manifestamos una falta de atención y respeto al otro o una falta de afabilidad o de finura. La rusticidad o descortesía se manifiesta en palabras muy sencillas como por ejemplo: pendejo (pectiniculus, vello púber) que hace referencia a algo insignificante y obsceno a la vez; lo mismo podemos decir cuando decimos: amargado, carajo, cochino, estúpido, güevón, idiota, imbécil, puta, etc. La grosería es el vehículo lingüístico por el que se expresa tanto la bajeza humana, la vulgaridad y la villanía, como la soberbia, la tosquedad y la rudeza, o la frustración, la ira, el dolor, etc. Generalmente se utiliza como un insulto, injuria y humillación, para achicar al otro, para violentarlo o simplemente para manifestar la abundancia de chabacanería u obscenidad que hay dentro de la persona. En este sentido, la grosería va más allá de una simple palabrota, indica una actitud y lo que se lleva en lo interior del corazón y de la mente, un pensamiento, un sentimiento, una emoción, una reacción, etc. De hecho, de lo que abunda en el corazón habla la boca, dice la palabra de Dios (Lc. 6, 45). Por eso, San Pablo aconseja: La fornicación, y toda impureza o codicia, ni siquiera se mencione entre vosotros, como conviene a los santos. Lo mismo de la grosería, las necedades o las chocarrerías, cosas que no están bien (Ef. 5, 3-4). Hay que dejar todas las groserías porque son palabras indecentes (Col. 3, 8). Y que vuestra conversación sea siempre amena, sazonada con sal, sabiendo responder a cada cual como conviene (Col. 4, 6). Todo es porque Jesús ha dicho que en el día del juicio todos tendrán que dar cuenta de cualquier palabra inútil que hayan pronunciado. Pues por tus propias palabras serás juzgado, y declarado inocente o culpable (Mt. 12, 36-37).
- Violencia: Sabemos que la violencia se manifiesta tanto en las palabras, en los gestos y en los actos. La palabra no fue dada al hombre para expresar violencia y maldad. Por eso, Dios reclama: vuestros labios hablan mentira, vuestra lengua murmura maldad (Is. 59, 8). Nada de maldad ni de violencia en las palabras, porque son obras de la carne, las cuales son: inmoralidad, impureza, sensualidad, idolatría, hechicería, enemistades, pleitos, celos, enojos, rivalidades, disensiones, sectarismos, envidias, borracheras, orgías y cosas semejantes, contra las cuales les advierto, como ya se lo he dicho antes, que los que practican tales cosas no heredarán el reino de Dios (Gál. 5, 19-21). Las palabras violentas expresan los sentimientos agresivos y las emociones impulsivas que dominan a la persona, como los que rechaza san Pablo: Toda acritud, ira, cólera, gritos, maledicencia y cualquier clase de maldad, desaparezca de entre vosotros (Ef. 4, 31). Dios rechaza la violencia en la tierra de los vivos: Y la tierra se había corrompido delante de Dios, y estaba la tierra llena de violencia. Y miró Dios a la tierra, y he aquí que estaba corrompida, porque toda carne había corrompido su camino sobre la tierra. Entonces Dios dijo a Noé: He decidido poner fin a toda carne, porque la tierra está llena de violencia por causa de ellos; y he aquí, voy a destruirlos juntamente con la tierra (Gn. 6, 11-13). Por tanto, No envidies al hombre violento, y no escojas ninguno de sus caminos (Prov. 3, 31).
- Renovarse en la forma de actuar: Creo que San Pablo ha presentado muy bien lo que implica la renovación en nuestra forma de actuar y de vivir. Basta que leamos dos textos suyos, donde aconseja él una renovación de vida, de actitud, para comprender en qué consiste esta transformación humano-espiritual que nos piden las prácticas cuaresmales. Despójense del hombre viejo con sus obras, y revístanse del hombre nuevo, que se va renovando hasta alcanzar un conocimiento perfecto, según la imagen de su Creador, donde ya no hay griego ni judío, circuncisión e incircuncisión; bárbaro, escita, esclavo, libre, sino que Cristo es todo y en todos. Revístanse, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándose unos a otros y perdonándose mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor los perdonó, perdónense también ustedes. Y por encima de todo esto, revístanse del amor, que es el vínculo de la perfección. Y que la paz de Cristo presida sus corazones, pues a ella han sido llamados formando un solo Cuerpo. Y sean agradecidos (Col. 3, 9-15). Si es que han oído hablar de Cristo y en él han sido enseñados conforme a la verdad, despójense, en cuanto a vuestra vida anterior, del hombre viejo que se corrompe siguiendo la seducción de las concupiscencias, renueven el espíritu de vuestra mente, y revístanse del Hombre Nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad… El que robaba, que ya no robe, sino que trabaje con sus manos, haciendo algo útil para que pueda hacer partícipe al que se halle en necesidad… Y sean más bien buenos entre ustedes, entrañables, perdonándose mutuamente como los perdonó Dios en Cristo (Ef. 4, 21-24. 28. 32).
Creo que si logramos esta transformación humano-espiritual, en este tiempo de cuaresma, podremos crecer como personas en madurez y en santidad de vida, que son condiciones necesarias para la auténtica realización y plenitud humana que todas las personas desean en su corazón.
Muchas gracias.
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